PÚBLICO Y PRIVADO EN LA EDUCACIÓN SUPERIOR

Cuando se trata de servicios públicos lo público y lo privado sólo son medios al servicio de la satisfacción del interés general. Hechos recientes contradicen esta idea. Las universidades Ramon Llull, Internacional y Abat Oliva han dejado de exigir las Pruebas de Aptitud Personal (PAP) para acceder a los grados de Educación con objeto de remontar las matrículas en caída libre desde la implantación de estas pruebas en 2014 por acuerdo de las 12 universidades catalanas. Unas PAP que se crearon para mejorar en todas las universidades catalanas el nivel de matemáticas y lenguas de los futuros profesores cuando se constató el bajo nivel de los candidatos a cursar estos estudios. Con un 40% aproximado de suspendidos, sólo las universidades públicas las mantienen mientras que estas tres privadas, al eliminarlas, han doblado la matrícula. No tengo claro que las PAP sirvan efectivamente para mejorar el nivel de los candidatos. Creo que el problema viene de lejos y va más lejos todavía: la crisis de un modelo educativo fracasado desde hace años y lastrado por intereses corporativos diversos que impiden que el tema salga de la agenda política para poder hallar una solución “de Estado”.

En otro orden de cosas, la UOC (de propiedad mayoritariamente privada) ha reclamado recientemente que sus profesores puedan acceder a los mismos planes de mejora laboral del profesorado de las públicas, o acceso a fondos públicos para investigación en igualdad de condiciones que las públicas. No les faltaría razón si nos centráramos en su función de servicio público en vez de en su personalidad jurídica pública o privada. Sus docentes no son funcionarios y su actividad investigadora debería tener igual condición que la de las públicas a efectos de recibir fondos europeos al efecto. Si esto debiera ser así, ¿por qué su profesorado se estructura en categorías “funcionariales” (catedráticos y demás)? ¿por qué burocratiza el proceso de aprobación de títulos como las públicas, o los precios de sus matrículas? ¿por qué es miembro de la Asociación Catalana de Universidades Públicas? Existen dos opciones: o que sea pública puesto que pretende este estatus, o que sea privada puesto que su propiedad mayoritaria lo es. La clave está en la procedencia de los fondos (incluyendo la deuda) que la sustentan: si son mayoritariamente privados o si son mayoritariamente públicos. Y así podríamos especular hasta el infinito: ¿Por qué no reciben también fondos públicos otras privadas como la Ramon Llull, la Internacional o Abat Oliva?. Y lo mismo valdría para la UVic. Este callejón sin salida nos conduce a constatar que se adoptó un estatus privado, distinto de las públicas, para huir del corsé de la ineficiencia burocrática, pero se reivindica el estatus público en aspectos convenientes a distintos intereses singulares (personal o financiación de la investigación).

La salida puede radicar en centrarnos en la función pública y no en el estatus jurídico público o privado de las universidades: una universidad debería ser ante todo una universidad. Como una empresa es una empresa o una fundación es una fundación. Sin embargo, en este país destacamos por confundir de manera interesada incluso la noche con el día, pero especialmente las universidades… y los clubs de fútbol. Me refiero al hecho de que ante todo una universidad, sea pública o privada, debiera cumplir la función para la que se crea, que según la vigente Ley es garantizar el servicio público de la educación superior universitaria mediante la docencia, la investigación y la transferencia del conocimiento. Del mismo modo que un club de fútbol debiera ser ante todo una entidad deportiva. Si después, insisto, después, reúne características mercantiles que incluso le permiten tener beneficios, será otra cosa, sin perder de vista sus funciones originarias paras las que fue creada la universidad… o el club de fútbol.

Sucede por estos andurriales que nada es lo que parece: si se pretende ganar dinero mediante la educación superior o el fútbol no pasa nada, es lícito, pero dígase. No es posible sin embargo que el objeto principal sea el lucro, no sólo el monetario, sino también -y a veces, sobre todo- en términos de influencia sociopolítica. Lo publiqué en 2006 en mi libro “Universidad SA”: nada que objetar al estatus privado de una universidad, siempre y cuando ejerza las tres funciones que la ley le exige. El problema viene del confusionismo entre público y privado, generado a posta por intereses que, con frecuencia, no se declaran públicamente y se mueven entre bambalinas. Una universidad es un caramelo demasiado zalamero en términos de poder como para rechazarlo. Alguna privada se creó para dar respuesta a demandas territoriales (cada campanario tiene derecho a una universidad), otra tecnológicas (la enseñanza no presencial, como si las públicas existentes allá por 1994 no pudieran prestar este servicio) y otras de visión del mundo (como si el credo fuera elemento esencial del servicio público de la educación superior). Ojo al dato, la función de servicio público de la educación superior compete tanto a las universidades públicas como a las privadas, por cuanto el “sistema universitario” descrito por la Ley incluye a todas, públicas y privadas.

Siendo esto así, que las universidades privadas también ejercen un servicio público, no es de recibo la eliminación de las PAP en algunas universidades. Y ello porque no debería suponer un criterio de admisibilidad a unos estudios la capacidad económica del aspirante, sino la preparación académica para cursarlos. Si una prueba de acceso de nivel supone un obstáculo para el acceso el problema está en la preparación académica de los candidatos, que no puede resolverse pagando, sino estudiando. Curiosamente las plazas de estas universidades que han eliminado las PAP y que estaban vacías se están ahora llenando a un precio 8 o 9 veces superior al de las públicas. El problema no es sólo de las universidades privadas. Y es que la financiación de las públicas también está vinculada al número de alumnos que ingresa y egresa en el periodo de tiempo de establecido: hay que captar muchos alumnos y evitar que repitan curso si se quiere mantener la financiación por estos conceptos. Mal asunto.

Sí es de recibo, en cambio, que todas las universidades (públicas y privadas) jueguen con las mismas reglas para la disposición de determinados fondos públicos y de capacidad de endeudamiento en la medida que todas prestan un mismo servicio público. Con distintas salvedades, entre ellas que su profesorado no se pueda someter a las “ventajas” de la burocratización funcionarial. En fin, llamemos de una vez a las cosas por su nombre.

Ramon-Jordi Moles Plaza

Jurista y analista.


SEQUÍA, MAMANDURRIAS Y MILAGROS

Nos dice el Govern que “el agua no cae del cielo”. Tamaña falsedad -a no ser que se añadiese “por ahora”- se supone que es para fomentar un uso responsable del agua; algo que no han hecho hasta ahora nuestros incapaces Governs y Gobiernos. Una incapacidad que se repercute al ciudadano exigiéndole conductas ejemplares, ya sea en materia de seguridad viaria, cumplimiento tributario o tratamiento de residuos, por ejemplo. Poco importa el escaso mantenimiento de la red viaria, la pésima distribución de fondos europeos o la mejorable gestión de las basuras. Al final, la responsabilidad se quiere que sea siempre del ciudadano, sin importar la incapacidad política y administrativa, que proviene esencialmente de una fuente común: el miedo de los políticos al conflicto social en tiempo de elecciones (locales, autonómicas, generales o europeas), es decir, en cualquier momento. 

La sequía más importante desde que existen datos persiste en Catalunya desde hace más de tres años para más de 6 millones (de un total de 8) de ciudadanos que dependemos de las cuencas internas de Catalunya (Ter-Llobregat). Estamos en situación de emergencia por una sequía que, nos dicen, impone restricciones al punto de reducir la presión del suministro doméstico, a la industria, turismo, agricultura y ocio. Y a partir de ahí, que cada cual se busque la vida: desalinizadoras privadas para hoteles, excavación de pozos para regar o rogativas a Montserrat. Mientras tanto, nuestras Administraciones siguen aletargadas a la espera de milagros. No es la sequía la causa de las restricciones; es la muy ineficiente política hidráulica y la dejadez de funciones de nuestros Gobiernos desde hace años, alimentada por la amnesia de la ciudadanía que, cuando llueve, se olvida del tema. Súmenle la falta crónica de modernización de las redes de distribución, con masivas pérdidas y fugas de agua. De otro modo, no estaríamos en situación de crisis hídrica.  

Desde 2010 no se han ejecutado inversiones en obras hidráulicas y el dinero abonado por los usuarios mediante el cánon en el recibo del agua se ha usado para otros menesteres, como, por ejemplo, enderezar el déficit de la Agencia Catalana del Agua. No disponemos de las dos desalinizadoras que se habían previsto hace años y las redes de distribución sufren pérdidas en muchos de sus tramos por falta de mantenimiento. Cuestiones que llevará años solventar, siendo además que algunas de las soluciones planteadas por las Administraciones son caras, lentas o inasumibles. Las desalinizadoras consumen una enorme cantidad de electricidad, que además no les podemos suministrar por falta de red de alta tensión; traer agua en barcos es carísimo e insuficiente y además el Puerto de Barcelona no está preparado para este tipo de atraques. Ante ello la gran medida es restringir a los ciudadanos el uso doméstico del agua, uno de los servicios públicos esenciales en un Estado que pretenda serlo. Mientras, se pretende salvar al gran motor de nuestra economía (el turismo), hasta el punto de que si eres turista puedas usar la piscina de tu hotel, mientras que si eres ciudadano no puedes usar como debieras tus grifos, ni usar tu piscina pública o privada, ni regar tus plantas.

Las auténticas soluciones al problema (no la sequía, sino el suministro de agua a los ciudadanos), en cambio, están descartadas por el Govern. La razón oculta es que les generan un problema: les obliga a gobernar con mayúsculas en un país en el que se han acostumbrado a “pastorear” los problemas sin resolverlos. Educación, sanidad, transporte, energía, función pública, estructura productiva o vivienda son cuestiones que esperan desde hace demasiados años a ser planteadas como las “cuestiones de Estado” que son, fuera de la batalla política y con alcance de miras a la altura de país.

Todas estas cuestiones presentan a los gobernantes un problema en común: no existe un consenso general sobre su gestión. Consenso que, en un país maduro, se genera tanto desde la esfera pública como desde la privada hasta llegar a un punto de encuentro que se mantendrá tanto como sea posible en el tiempo, hasta que haya que revisarlo. En un decorado cainita el consenso no existe más que para garantizar comederos comunes, aunque sea a fuerza de agotar el pienso. Y más aún en un contexto de permanente batalla electoral, ya sea general, autonómica o local, que tiene como objetivo principal seguir alimentado la máquina partidista que ha fagocitado la democracia. En resumen, el problema para el político no es tanto la problemática suscitada (sequía, déficit del servicio público o malos resultados en el informe PISA), sino la controversia social suscitada por las medidas que se deben adoptar para resolverla. Controversia que castiga directamente al resultado electoral de quien debe aplicarlas, que es quien gobierna. En fin, que gobernar es, también, perder elecciones, y esto no hay partido político que lo aguante.

De este modo la oposición social, la de los territorios y sectores afectados en el caso de la sequía, a las medidas más adecuadas hace inviable que se puedan aplicar porque en términos electorales resulta inasumible para quien gobierna. Así, la interconexión de las redes de suministro de agua catalanas -incluido el Ebro- ha sido rechazada por el Govern debido al rechazo social en Terres d’Ebre con el argumento de que el minitrasvase del Ebro no es viable porque “es una estructura fija” para derivar “más agua del Ebro de la necesaria” en algunos momentos. Los Colegios de Ingenieros y la sociedad civil con opinión técnica no opina lo mismo, pero el miedo a perder elecciones en Terres d’Ebre es superior al sentido común. Igual suerte corren otras opciones posibles como conectar el agua sobrante de riego de la zona Segarra-Garrigues o la cabecera del Segre al Llobregat. Es obvio que gobernar es generar consensos y para hacerlo no hay otra que ponerse a ello y gestionar los conflictos sociales aún a costa de perder las mamandurrias, los sueldos que se disfrutan sin merecerlos. A no ser que, en un Estado laico, los políticos crean también en los milagros.

Ramon-Jordi Moles Plaza

Jurista y analista 


Vergüenza académica y escolar

La tremenda decepción que supone para los españoles repasar los datos del Informe PISA no cabe atribuirlos exclusivamente a efectos peregrinos. Obrar así ni siquiera sirve de consuelo. Hay razones de peso, y conviene ponerlas sobre el tapete para actuar en consecuencia. Veamos algunas.

En el horizonte inmediato se convoca en Cataluña una nueva tanda de oposiciones para cubrir plazas de profesorado, motivo que obliga a recordar quehace algunas semanas la Generalitat publicó los resultados de las anteriores oposiciones del proceso de estabilización de interinos docentes. En otras palabras, los exámenes convocados para dar plaza fija a quienes están impartiendo docencia en primaria y secundaria de modo “provisional”, aunque algunos lleven años en este limbo de temporalidad. En el ámbito de la Generalitat se cuentan unos 60.000 interinos de los que la mitad son docentes, lo que asciende a un 36% de la plantilla docente cuando la interinidad no debería suponer más de un 8%. Grave problema: es vergonzoso que las plantillas docentes deban funcionar con estas tasas de interinidad. Más vergonzoso aún -y altamente preocupante- es que uno de cada tres aspirantes haya suspendido. Y lo es porque, sorprendentemente, se trata de candidatos que llevan años ocupando sus plazas. Me temo que el problema es generalizado en toda España.

En otras palabras: maestros y profesores que llevan años ejerciendo su función docente no han sido capaces de aprobar un examen de ingreso a la función que están ejerciendo, a pesar de que esta oposición era menos exigente porque podían elegir entre varios temas y no tenían que realizar otros ejercicios que normalmente se requieren.

Pregunta obvia: ¿cómo puede ser que suspendan si llevan años de ejercicio? Más obvia todavía: ¿qué hacer con estos interinos? Voy aún más allá: ¿cómo es posible que personal que no puede acreditar la preparación suficiente esté ocupando interinamente una plaza que demanda unos conocimientos y capacidades a los que no alcanzan? Pongámonos en lo práctico: ¿Qué requisitos de acceso se exigieron en su día a estos hoy suspensos? ¿Quiénes han suspendido, van a continuar como interinos?

Parece obvio que los requisitos de acceso no fueron equivalentes a los de superar una prueba como la que han suspendido (de otro modo ahora habrían aprobado). Siendo esto así habría que preguntar a la Generalitat como narices se puede dotar una plantilla de docentes con gentes que, además de no acreditar su capacidad más allá de disponer de un título, demuestran su incapacidad suspendiendo un examen de ingreso a su medida. Parece también que va a haber una negociación con los sindicatos para garantizar que no sean despedidos “porque el sistema necesita todo este personal”, según se da por hecho en el sector; no sea que monten otra huelga.

Si bien no es ningún secreto que el fracaso escolar va en aumento y que los docentes, especialmente los de secundaria, están quemados, sí que parece un secreto todo lo que afecta al bajo nivel de formación de los docentes (al menos no genera el mismo debate social). Téngase en cuenta que “de aquellos polvos, estos lodos”: cuanto peor nivel de los docentes, peor formación de los alumnos. Se dirá que existen otros factores que afectan al nivel del alumnado (masificación de las aulas, falta de equipamientos, de apoyo institucional, el desencanto de los docentes, el entorno digital, la inmigración, los horarios, el régimen alimenticio o las fases lunares), pero este es fundamental: si un docente no da el nivel, sus alumnos difícilmente lo harán.

Para que un docente pueda acreditar un nivel adecuado a lo que se debería pretender es preciso establecer un marco normativo e institucional claro y estable: unos requisitos de acceso tan estrictos como se deba, un marco de actividad bien definido y un reconocimiento institucional coherente. En este país nos faltan los tres: las plantillas son interinas en porcentajes vergonzosos y sin acreditación de méritos suficientes para el acceso, la normativa sobre el modelo educativo y planes de estudios se ha alterado al ritmo de las mayorías parlamentarias y la función docente no goza del prestigio social e institucional que merecería (basta ver las notas de acceso a estudios universitarios del ramo). Añadiría el “secreto” al que me refería: el nivel de la formación universitaria de los futuros docentes que, visto lo visto, no parece la mejor y que va de la mano de “metodologías” en el aula que parecen más pensadas para la comodidad docente que para su éxito: “evaluaciones” que no son tal, proyectos que no se evalúan, “materiales” docentes virtuales…, por no citar la exagerada influencia de los intereses de los docentes sobre la combinatoria de los horarios ciudadanos: vacaciones, puentes, festivos, días de libre disposición, jornadas continuas y demás “conquistas” sindicales de los docentes que reposan sobre la paciencia infinita de unas familias que, salvo excepciones, llevan años haciendo objeción de su función educadora.

En fin, fracaso escolar, sí, resultado en buena medida de un previo fracaso académico. Mientras tanto, todos mirando a otro lado: nadie va a cuestionar la continuidad de los interinos suspendidos porque sería impopular política y sindicalmente, nadie va a cuestionar tampoco una selección de docentes que es más cuantitativa que cualitativa para que podamos reducir temporalmente la tasa de paro —y así nos va—. Fracasos, sí, curiosamente sin vergüenza de nadie.

Ramon-Jordi Moles Plaza. Jurista


REDES SOCIALES ¿Y AHORA OS QUEJAIS?

En septiembre de 2021 una ingeniera de Facebook (hoy Meta) filtró documentos que demostraban la responsabilidad de la compañía en la difusión de noticias falsas y de contenidos violentos y en los daños que causaban entre los jóvenes. La filtración provocó que el Senado de EE.UU. la llamara a declarar, que se interpusieran demandas de padres de adolescentes afectados, otra demanda colectiva avalada por Instituciones educativas, o más recientemente, la demanda presentada contra Meta por los fiscales generales de 41 Estados.

En una entrevista reciente la ingeniera reconvertida a confidente de las autoridades en este asunto ha manifestado que “dentro de 10 años, nos preguntaremos por qué no regulamos antes las redes sociales”, además de  confiar en que para entonces tengamos leyes sensatas que den acceso a los datos de estas plataformas, en que tengamos un sistema democrático robusto en el que no se necesiten más actuaciones como la suya para funcionar”.

Es encomiable la conducta de esta persona. Tanto como sorprendente resulta su candidez. Hace ya veinte años publiqué una obra sobre la regulabilidad de Internet (1) cuya tesis principal era, y es, que Internet -las redes- tiene que ser regulado en la medida en que son propiedad de empresas privadas que afectan a intereses públicos que constituyen la base de nuestro funcionamiento como sociedades democráticas. En otras palabras: los dueños de las redes hacen con ellas lo que quieren; el problema es que con ello afectan al conjunto de nuestros derechos, y lo hacen abusivamente. Es harina de otro costal el uso de estas infraestructuras por parte de los Estados de distintos colores para proteger intereses más o menos confesables.

En su momento esta tesis fue minoritaria a la fuerza puesto que se enfrentó al papanatismo de las moderneces intelectuales que confundían la realidad con el deseo: creían ingenuamente que Internet sería un espacio de libertad sin censuras que podría conllevar notables progresos sociales. Están por ver todavía la libertad sin censuras y los progresos sociales, si bien es cierto que ha supuesto notables avances tecnológicos que han conllevado mejoras de nuestros sistemas productivos y de comunicaciones que no siempre revierten en una mejor calidad de vida.

Suenan ahora también los tambores de los dueños del invento reivindicando una regulación para la Inteligencia Artificial al rebufo de los miedos que ellos mismos confiesan sobre el uso de sus creaciones. Sorprendente: los todopoderosos milmillonarios reivindican que los Estados les regulen. Pregunta: ¿Qué es lo que quieren que se regule? Respuesta: los usos de las redes y de la Inteligencia Artificial venideros en unos años, no los de hoy, que se mantienen en tierra de nadie. Valiente reivindicación. La respuesta a la ingeniera es clara, obvia y no es preciso ser experto en Internet para comprenderla: las redes no se han regulado hasta ahora porque simplemente no ha interesado a los poderes fácticos. No esperemos tampoco que esta regulación que se plantea a futuro para la IA y a presente sobre el uso de las redes vaya a redundar en nada que pueda comprometer el poder de los milmillonarios en este campo. La única posibilidad es la toma de conciencia de los usuarios para boicotear sus negocios y la movilización ciudadana para presionar a los legisladores. Algo, por ahora, poco probable. Menos queja y más acción.

Ramon-Jordi Moles Plaza

Jurista y analista.

(1) Derecho y control en Internet (Ariel Derecho. 1ª edición enero 2004)


La deuda de Celsa y de Matilde: la puerta falsa.

Infolibre 14.9.2023

No es la deuda de dos vecinas llamadas Celsa y Matilde. Es la deuda de unas empresas que recientemente han copado las páginas de la prensa económica por razones similares, aunque distintas. Celsa es una empresa industrial objeto de una reciente sentencia que ordena que sea adjudicada a sus acreedores, que no son otros que determinados fondos de inversión extranjeros que compraron en su momento la deuda a los originales acreedores españoles. Matilde es Telefónica, la de “¡Matilde, Matilde que he comprado telefónicas!”. Matilde es el nombre por el que se conocían las acciones de Telefónica a finales de los años 60, gracias a una campaña publicitaria protagonizada por José Luis López Vázquez.

Celsa es Celsa-Group, uno de los principales productores de acero de Europa. Una empresa hasta ahora familiar con 120 centros de trabajo en distintos países que emplean más de 70.000 trabajadores directos e indirectos, que es uno de los mayores consumidores de electricidad del país y que se ocupa en la producción de una materia prima (el acero) de carácter estratégico.

Matilde-Telefónica es una multinacional española de telecomunicaciones que es la cuarta más importante de Europa y la decimotercera a nivel mundial. Fue empresa pública bajo el franquismo y se privatizó con los gobiernos de Felipe González y Aznar. Se vinculan a ella alrededor de 1,2 millones de puestos de trabajo, y da servicio a 315,7 millones de usuarios en los países donde está presente. Su relevancia se extiende a los entornos tecnológicos de ciberseguridad y defensa.

Es obvio que se trata de dos empresas estratégicas para la soberanía económica del país, lo que se traduce normalmente en una serie de controles por parte del Estado para evitar que su control (su propiedad total o parcial) pueda recaer en actores económicos que puedan resultar como mínimo “inconvenientes” para los intereses económicos del país. Este tipo de operaciones de “toma de control”, más o menos hostiles, tradicionalmente se han materializado mediante compras, más o menos discretas, de acciones de la sociedad que eventualmente se pretende controlar. Frente a ello los Estados han organizado con mayor o menor éxito distintas trabas (como las autorizaciones de las ventas de acciones, por ejemplo) a estas operaciones para evitar poner en riesgo su soberanía económica. La pandemia de COVID19 mostró al mundo la importancia de disponer de tecnologías y recursos propios, por ejemplo, mascarillas o respiradores. Véase en este sentido el caso reciente de la compañía saudí de telecomunicaciones STC (propiedad del gobierno saudí), que ha comprado con gran sigilo el 9,9% de Telefónica a través de una compañía luxemburguesa. Esta compra no se podrá hacer efectiva en su totalidad sin la autorización previa del Gobierno, a la que el Ministerio de Defensa español se opone por razones de seguridad.

Es un ejemplo clásico de protección de la soberanía económica que se ve cuestionado por lo acontecido en Celsa. La reciente sentencia que aplica la nueva ley concursal adjudica la empresa a sus acreedores, lo que implica que a partir de ahora cuando un acreedor estime que su deudor no puede afrontar la deuda se le permitirá convertir el derecho de crédito en acciones de la deudora y devenir accionista, esto es, dueño o codueño de la empresa. Algo que los acreedores de Celsa han jugado con gran habilidad y que abre la puerta a un nuevo formato de la toma de control de compañías estratégicas.

Es obvio que en el futuro habrá que adaptar las medidas de control sobre compañías estratégicas a este nuevo contexto: no sólo será preciso supervisar y limitar, si procede, las compras de sus acciones, sino que habrá que intervenir sobre el control de su endeudamiento, que se ha convertido en el coladero de inversores hostiles o no deseados. Es la puerta falsa de Celsa (hoy) y de Matilde (mañana).

Ramon-Jordi Moles Plaza

Jurista y analista.


LOS MIEDOS A LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL. Infolibre. 15.7.2023

Hay miedo (de varios tipos) a los modelos de Inteligencia Artificial (IA). Los más sorprendentes son los de sus dueños y promotores. Temen algo fabricado por ellos mismos y que parece que ya no tiene remedio y suplican a los Estados que les regulen, porque se ven incapaces de sujetar al monstruo desatado. Un monstruo que han soltado voluntariamente abriendo al acceso público herramientas como ChatGPT. Lo han hecho porque para crecer el monstruo tiene que alimentarse de ingentes cantidades de datos que sólo con una amplia apertura se podían obtener.

Hace casi 20 años ya apunté en “Derecho y control de Internet” (Ed. Ariel Derecho) que era preciso regular Internet porque no era el territorio de libertades que algunos “profetas” anunciaban. Parece ahora que la Inteligencia Artificial (IA) sea la panacea como antes lo fue Internet y después las redes sociales. De la escasa regulación de Internet y de las redes surgieron problemas que se hubieran podido controlar mediante modelos regulatorios adecuados a su naturaleza. La falta de regulación, como se ha visto, sólo ha beneficiado a sus dueños.

En el caso de las IA está sucediendo lo mismo. Cuando se da la paradoja de que algunos tecno-oligarcas reclaman que se les regule (caso de Sam Altman, de OpenAI) o que se establezcan moratorias, emerge la sospecha de que se trata de un “problema de acción colectiva”: situaciones en las que, como colectivo, el conjunto se beneficiaría de una acción concreta, aunque individualmente cada miembro obtiene ventaja de que no se ejecute. De aquellos polvos, estos lodos: los dueños de las IA concluyen que es mejor pedir a la Administración que actúe, aunque sólo sea en apariencia, porque ellos continuarán haciendo lo que les parezca conveniente a sus intereses, aún con regulación mediante, para mantener su ventaja sobre otros competidores que quieran entrar más recientemente a este mercado. Es más, incluso si algunas empresas hicieran una moratoria voluntaria de sus experimentos, otras ocultarían la continuación de su investigación en IA alentadas por los mayores beneficios derivados de la propia moratoria, que limitaría la competencia y por tanto les beneficiaría.

El ciclo de los oligopolios tecnológicos para dominar el mercado se ha repetido con cada nueva incursión. Oferta gratuita de una novedad con objeto de asegurarse un dominio relevante del mercado pregonando a los cuatro vientos las bondades sociales de la innovación al estilo de “tonto el último”. Condena de la regulación porque se afirma (errónea e interesadamente) que es un freno a la innovación. Multitudes de “early adopters” (entusiastas tempranos) se suman al carro cual profetas conversos. Las enormes pérdidas son asumidas alegremente con objeto de eliminar a los competidores y poder ocupar una posición dominante en el mercado, momento en el cual cae la máscara y aparece un modelo de negocio basado en la usurpación de datos y el cobro de cuotas a un público que ya está inexorablemente enganchado al modelo, sea este de compra por Internet, de plataforma de video o música, de coches o sexo compartidos, o de redes sociales.

Lo mismo sucederá con las IA. La única diferencia con ciclos anteriores es esta sospechosa invocación de sus dueños a la necesidad de regulación. Quienes creemos en la necesidad de regulación de estas actividades sospechamos de la actitud de los tecno-oligarcas porque son modelos de negocio basados en la apropiación indebida de datos basada precisamente en la falta de regulación. Viene esto a cuento de otro elemento: ¿es o no es la IA un bien público? Si no lo es, si es privado, es inconcebible un modelo civilizado de negocio privado basado en el robo… de datos privados, lo que nos lleva a descartar esta hipótesis, Si lo es, si es público, se plantea un problema de asimetría, puesto que tanto sus beneficios como sus peligros y miedos afectarán a todos, incluso a las personas que no usan IA personalmente. Precisamente por ello, para reducir los miedos y los riesgos de la IA, el sector público debiera supervisar que la investigación en un bien público (la IA) se realice con seguridad, regulándolo. De hecho, ya existe regulación antifraude, antidiscriminación, antimonopolio, de la propiedad, del sector público y parapúblico… Para empezar, aplíquese normativa existente a las IA y a sus derivadas fraudulentas, discriminatorias, monopolísticas o de apropiación indebida para garantizar, por ejemplo, que la tecnología ofertada no engaña, que es lo que es, sirve para lo que sirve y no para otra cosa. El Parlamento europeo ha evidenciado también además otros miedos: los propios de las burocracias. Así, el texto que prepara la Eurocámara, se centra el posible uso para manipular elecciones, vigilància biométrica o el reconocimiento de emociones y sistemas policiales predictivos.

Más allá de estas evidencias habrá que regular otros problemas, como la asimetría, la posibilidad de apropiación de la cultura humana o la proliferación incontrolada. Argumentos a favor de ello sobran: de un lado, la no regulación solo beneficia a los tecno-oligarcas; del otro si no lo hacemos, las IA (estos mismos tecno-oligarcas) acabarán regulándonos a nosotros. Más allá de la aplicación de la normativa existente, una regulación específica de las IA para abordar los miedos que genera debería abordar el diseño de un proceso de normalización técnica que permita definir qué es realmente una IA, a qué se puede aplicar y a qué no, cómo se identifica y construye, qué estándares de seguridad debe incluir, cómo se revisan periódicamente, qué responsabilidades se generan con su diseño, oferta y uso, y cómo se depuran estas mediante indemnizaciones. Nada nuevo, se ha hecho en otros ámbitos (energía, transporte, dispositivos médicos, aviación, ciberseguridad o nanotecnologías, por ejemplo). Para ello es imprescindible mapear los riesgos y aplicarles adecuadas herramientas de gestión. Así lo apuntamos ya con la Dra. Anna García Hom en 2020 en las dos ediciones de nuestro “Manual del Miedo” (Ed. Aranzadi), mucho antes de la aparición de los miedos asociados a las IA, que no son distintos de los anteriores miedos a las tecnologías emergentes, que estudiamos en su momento. Una regulación eficiente evitaría que a los falsos miedos de los tecno-oligarcas se sumaran los nuestros, verdaderos, por no haber atendido lo obvio: hay que regular, gestionar los miedos, de las IA.

Las IA (modelos de Inteligencia Artificial) andan hoy a su antojo. Regularlos sería como ponerles un cascabel que nos advirtiera de su conducta, estatus y naturaleza. Desafortunadamente, aún no existe ningún mecanismo explícito de regulación y control de fiabilidad de las IA. Mecanismo que, para ser del todo eficiente, debería complementarse con un mayor peso del pensamiento crítico de nosotros los humanos, lo que tiene que ver con la educación, la cultura, con el ejercicio del poder, en suma. A medida que la IA débil (la que hoy conocemos) devenga más fuerte (aún no existe) podría darse el caso de que nuestro destino como especie estuviera en manos, no tanto de las IA, sino de sus dueños. No parece algo deseable. Las técnicas regulatorias pueden permitir controlar este “determinismo tecnológico” que nos invade a partir de un pueril optimismo y de una fe ciega en la ciencia que ha sido cuestionada por la realidad en infinidad de ocasiones: el fin del mundo ya se anunció a partir de la máquina de vapor, de la energía nuclear o de la ingeniería genética. Si las IA son un bien público su control regulatorio ha de ser también público con objeto de limitar el lucro y el excesivo apetito de riesgo asociado a su desarrollo (no vaya a ser que se repita el problema de las redes sociales). También debiera ser posible reequilibrar el balance de estas tecnologías en términos de rendimiento económico: cómo y dónde deben tributar las ganancias que de ellas se obtengan. Y ello para evitar lo que ya conocemos: que se concentren las ganancias, pero que se socialicen las pérdidas.

El modelo de gestión de miedos a las IA puede ser doble: regulatorio y autorregulatorio. Una regulación eficiente de las IA debería darse en un marco de colaboración mundial aplicable a nivel práctico que permitiera realizar inspecciones, sancionar infracciones y expulsar del mercado a los infractores. Para ello son indispensables mecanismos similares a los de las Agencias responsables del control de armas o de la energía nuclear, por ejemplo.

La autorregulación podría basarse en el uso de estándares de calidad y seguridad y de códigos de conducta (al estilo del que Anthropic ha dispuesto para su IA llamada Claude). Estos códigos de conducta de las IA remiten al mecanismo “constituyente” de Internet al que me referí en “Derecho y Control de Internet” hace 20 años. Se trata de dotar al sistema por parte de sus creadores-gestores de unas pautas para su conducta. De este modo, sus creadores devienen “poderes constituyentes” y estas pautas una especie de Constitución que regula la conducta de la IA. En el caso de Claude estas pautas se han obtenido de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, las Reglas Sparrow de DeepMind, o diversas investigaciones sobre ética en la IA. Para enseñar estas pautas a Claude la entrenaron para revisar sus propias respuestas tomando como patrón los principios y valores de las pautas. En la misma línea el gobierno de EE. UU. ha anunciado un Plan para una Declaración de Derechos de la IA basado en el control de riesgos de la IA mediante un Marco de Gestión. Algunas otras opciones complementarias y/o alternativas a la regulación, como las moratorias planteadas por algunas grandes corporaciones y expertos, no parecen creíbles porque no es posible verificar su cumplimiento efectivo y al mismo tiempo atribuyen posiciones dominantes del mercado a aquellas empresas que se hallan ya en estados muy avanzados de desarrollo. Tampoco son creíbles las políticas públicas de fomento anunciadas al respecto: EE. UU ha anunciado que invertirá 127 millones de euros en investigación responsable en IA mediante 25 institutos federales, mientras Microsoft ha invertido ya 10.000 millones de dólares solo en Open AI. Los supuestos regulatorios existentes presentan tres grandes enfoques

Un primer enfoque regulatorio parcial (básicamente autorregulatorio privado), en el que se traslada la responsabilidad desde el regulador a las empresas, viene siendo habitual en la gestión de riesgos en EE. UU. a diferencia de Europa, en la que es el regulador el que interviene directamente. Obviamente, sin regulación pública, sin capacidad de inspección y sanción, con una autorregulación endeble, el poder es de las grandes tecnológicas estadounidenses, que disponen de enormes capacidades técnicas, económicas y de influencia, y se ven favorecidas por un entorno que no ha restringido la rápida comercialización de productos de IA y que ya se están integrando en aplicaciones como Snapchat o Duolingo, y que se benefician de una financiación que multiplica por cuatro la de las empresas chinas del sector, además de contar con el control estratégico de muchos de los componentes tecnológicos imprescindibles para este sector.

El segundo enfoque es el del intento regulatorio público más avanzado por ahora, The AI Act, (https://artificialintelligenceact.eu/the-act/), una normativa europea que asigna las aplicaciones (no las tecnologías) de IA a tres categorías de riesgo. La primera prohíbe las que suponen un riesgo inaceptable como la vigilancia personal intrusiva o discriminatoria, la vigilancia biométrica, el análisis de emociones, la alteración de conductas o la categorización de personas. La segunda regula las de alto riesgo, como los llamados “modelos fundacionales” (por ejemplo, ChatGPT, OpenAI y Midjourney, capaces de generar contenido a partir de las órdenes que les dé una persona). Estos modelos deberán responder a estándares estrictos de transparencia, no podrán generar contenido ilegal y deberán advertir de que el contenido ha sido generado por una máquina a partir de determinadas fuentes sujetas a derechos de autor. La tercera incluye las herramientas no prohibidas o no calificadas como de alto riesgo, como los videojuegos, que quedan en gran parte sin regular. El objetivo declarado por Europa es garantizar el respeto a los derechos humanos en el despliegue de las IA, controlando los riesgos sin frenar la innovación, lo que hasta hoy no había sido resuelto como consecuencia de los efectos paralizantes del Principio de Precaución sobre otras tecnologías emergentes (nano, bio, ingeniería genética y demás). Para ello, además, habría que, por un lado, poder identificar el contenido generado por IA mediante un “estándar” que necesariamente debería ser simple, para evitar tener que usar varios softwares de diferentes fabricantes para detectar el origen del contenido. Por otro, será imprescindible garantizar la trazabilidad de estos contenidos generados por IA. Estos aspectos no están presentes en la The AI Act que se discute en Bruselas.

Un tercer enfoque regulatorio público de la IA, aunque muy distinto al europeo, es el de China, que ha desarrollado un marco regulatorio estricto para las empresas dedicadas a la inteligencia artificial generativa y que incluye auditorías de seguridad y sistemas de responsabilidad sobre los contenidos generados por IA. Este enfoque está orientado por dos vectores principales: el control estricto de los ciudadanos, y una estrategia que permita a China ser el número 1 mundial en IA en 2030 mediante la expansión global de sus estándares, su modelo regulatorio y su uso masivo. Son, en suma, tres maneras de gestionar los miedos de unas IA que todavía andan sueltas.

Ramon J. Moles Plaza

Jurista


¿DEMOCRACIA LOCAL? El País. 4.7.2023

Los resultados de las pasadas elecciones reabren el debate sobre la legitimidad de los cargos electos para manipular el mandato popular a su antojo. Un manejo que se plasma en dos mecanismos muy discutibles.

Uno, si los partidos políticos están legitimados para manejar el sentido del voto popular a su favor mediante alianzas posteriores a las elecciones que el elector en el momento de votar no podía prever, hasta el punto de replantearse el voto de haberlo sabido. Son ejemplos de ello los gobiernos autonómicos y locales basados en alianzas que han sustraído el gobierno a la fuerza más votada con un apoyo popular inestable. ¿Puede ser eficiente el gobierno de una Administración basado en pactos que se justifican en el ansia simiesca del poder? ¿Acaso los votantes priorizamos el juego de sillas de la política al leal gobierno de la cosa pública? Si es que no, la ciudadanía acabará castigando la política de lotería. Vean si no el caso italiano hace ya unos años.   

Dos, el modelo electoral de las Diputaciones Provinciales y los Consells Comarcals es un bofetón al concepto de democracia electiva. No es solo el exceso abusivo de gasto burocrático por la voluntad de los partidos políticos en mantener las poltronas en beneficio de sus paniaguados. Es la vergüenza de que los diputados provinciales y los consejeros comarcales y sus presidentes no sean elegidos directamente por los ciudadanos: lo son por un juego de sillas manejado por los partidos políticos mediante pactos inconfesables. Esto afecta gravemente a la calidad de nuestra democracia. Estas instituciones no están homologadas a nivel europeo. La “Carta europea de la autonomía local”, ratificada por España en 1988, es parte del ordenamiento jurídico español, excepto en el apartado 2 del Art. 3 de la misma: “Este derecho se ejerce por Asambleas o Consejos integrados por miembros elegidos por sufragio libre, secreto, igual, directo y universal…”. Clarísimo: voto directo de los ciudadanos para elegir a los miembros de sus Administraciones Locales (Diputaciones y Consejos Comarcales incluidos). España no ratificó este punto. ¿Porqué? Porque los intereses políticos partidistas priman por encima del interés político general a espaldas de los ciudadanos. Las Diputaciones Provinciales y Consejos Comarcales constituyen reservorios muy importantes de recursos económicos, prebendas y sillas giratorias para los partidos políticos que se nutren de ellos, especialmente nombrando cargos de confianza que son en realidad militantes de partido que han ejercido anteriormente altos cargos. Sirva de ejemplo lo acontecido en el Ayuntamiento de Barcelona: mientras la candidatura de Trías considera que le han sustraído la alcaldía mediante una traición del PSOE, Comunes y PP, esta misma candidatura no tiene reparo alguno en pactar el gobierno de la Diputación de Barcelona (con sus prebendas incluidas) con los mismos que, según ellos, les han traicionado. Mala cosa para la democracia local. Sin transparencia ni control efectivo de las decisiones interesadas de los partidos políticos, la democracia local en estos niveles está en obvio interrogante.

Ramon J. Moles

Jurista


“INTELIGENCIAS” ARTIFICIALES POCO INTELIGENTES. Infolibre. 1.7.2023

La “Inteligencia Artificial” (IA) no es una, son varias y diversas. Incluye distintas tecnologías, con definiciones complejas, que “aprenden”, mejor “se construyen”, a través del reforzamiento (de modo similar a nuestro cerebro) y a partir de gigantescos bancos de datos que les son suministrados por humanos.

Las IA (existen diversos modelos) están de moda, aunque no son nuevas. Existen desde hace años en una escala menos notoria y potente. La novedad es el doble engaño basado en la enorme difusión del incremento de la potencia de sus capacidades y en su apariencia humana (apariencia, que no entidad). Su tramposa mayor difusión deriva de que se han puesto al alcance de cualquiera, no por generosidad, sino para mejorar su construcción por reforzamiento, a lo que han accedido gustosamente millones de usuarios que trabajan y ceden gratis sus datos a los tecno-oligarcas que las han generado. Su engañosa apariencia humana llega al punto de que sus creadores y gestores se refieren a sus errores como “alucinaciones”, cual si las máquinas pudieran alucinar (algo intrínsecamente humano). Existe un evidente interés en divulgar supuestas características humanas del engendro porque precisamente en la fe en estas ficciones radica el atractivo de la cosa: que siendo artificial, parezca tan humano que lleguemos a pensar que pueda tener sentimientos e incluso superarnos en nuestra propia estupidez. Un Frankenstein. Prueben a desenchufar del suministro eléctrico su ordenador mientras operan con una IA. Muy distinto a cualquier humano: tenemos la capacidad de desconectarnos de una conversación plomiza, pero seguimos ahí, “funcionando”.

Las IA abarcan por ahora tres grandes campos de acción: la mejora de la percepción (identificación de rostros, patrones musicales o biométricos, por ejemplo), la mejora de la automatización de procesos de toma decisiones (hacer recomendaciones sobre restaurantes o moderar contenidos en foros cibernéticos), o la predicción de futuros (construcción de escenarios o calibración de riesgos, por ejemplo). En estos campos las IA no son todavía igual de eficientes en todos ellos: lo pueden ser bastante en procesos de mejora de percepción, no tanto en automatización de decisiones y bastante menos en predicción de futuros. Los recientes modelos de IA que han levantado mayor expectación están asociados a supuestos de IA “generativa”, que, a petición del usuario, genera contenidos (texto, imágenes, sonidos) con algún grado de originalidad a partir de los datos que se le han suministrado.

La IA generativa tiene que ver básicamente con la percepción, pero mucho menos con la automatización fiable o la predicción. Y ello, por una razón: esta tecnología no goza de una precisión elevada como la que requieren la toma de decisiones críticas o las predicciones altamente fiables, sino básicamente de una gran capacidad de convicción del usuario por cuanto usan modos de expresión muy similares a los humanos. En otras palabras: parecen humanas porque se asemejan a la expresión humana (aunque no lo son) y precisamente por ello nos resultan convincentes, pero no pueden discernir sobre la verdad ni la mentira, ni efectuar juicios morales o de oportunidad como hacemos los humanos, ni siquiera son completamente autónomas (dependen de humanos que las construyan, prueben y entrenen, y dependen también del suministro eléctrico para funcionar). Seamos conscientes además de que tras las IA no hay sólo máquinas: lo que hay es inteligencia humana, humanos de carne y hueso. Una reciente investigación de Time reveló que trabajadores africanos infra-retribuidos (3 euros la hora) son los responsables de garantizar que los datos utilizados para entrenar a ChatGPT no tengan contenido discriminatorio. Algo parecido a los moderadores de contenidos de los foros o de Facebook (hoy Meta). En anteriores trabajos describí esta “tecnología” como “algoritmos con dos piernas”. (https://www.lavanguardia.com/opinion/20190408/461513171939/algoritmos-dos-piernas.html)

Parece obvio que no podemos ni debemos confiar aún nuestras tomas de decisiones a las IA, al menos aquellas trascendentes y que deban ser muy precisas (juicios de valor, opiniones médicas…). La razón de ello reside más en la calidad del resultado que en la naturaleza del proceso usado por las IA. Siendo el resultado, como indico, poco fiable, no es tan relevante que no sepamos como toman sus decisiones estas máquinas, porque tampoco lo sabemos respecto de los humanos: tanto las IA como nosotros somos, en este sentido, cajas negras. La diferencia entre ellas y nosotros es que ellas son cajas negras irresponsables, muy imprecisas y de diseño híbrido humano-máquina. Nosotros somos también cajas negras, aunque la responsabilidad inherente a nuestra toma de decisiones nos lleva -aunque no siempre- a un determinado grado de prudencia y/o relativismo que entiendo que está en el meollo de la inteligencia humana.

Su escasa inteligencia humana no es óbice para que las Inteligencias Artificiales (IA) estén generando ríos de tinta. El proceso de introducción en la sociedad de cualquier tecnología emergente es siempre muy complejo y no siempre resulta exitoso para sus promotores. En el supuesto de las IA parece evidente que, aunque su entidad precisa y su objetivo final están aún por definir, van a producir cambios radicales y su implantación no va a ser reversible y está siendo muy rápida (OpenAI consiguió cien millones de usuarios activos en dos meses, mientras que Tik Tok tardó nueve meses). Más allá de las ventajas más o menos evidentes que estas tecnologías puedan tener en el manejo de datos, apoyo a decisiones, o simplificación de tareas, emergen rápidamente un sinfín de problemas derivados de su uso, algunos más evidentes que otros: desde la muy evidente capacidad para manipular información (se abre un futuro complejo para los medios de comunicación), adueñarse indebidamente de propiedad intelectual, alterar el mercado de trabajo, aumentar la discriminación o facilitar aún más la concentración de riqueza; hasta los no tan evidentes como la reestructuración del conocimiento humano o el rediseño de la jerarquía humano-máquina, que entiendo, además, que son dos de los mayores problemas surgidos de la puesta en marcha de estas tecnologías: la emergencia de un nuevo marco mental en el cual la idea de inteligencia pasa a ser algo mecánico, individual y controlable por terceros; y la apropiación de la cultura humana por parte de las máquinas. Y todo esto no tiene nada que ver con la supuesta “inteligencia” de estos artefactos, sino con la de sus propietarios y sus ansias de negocio.

La emergencia de este nuevo marco mental nos ubica en un contexto cultural que nada tiene que ver con una idea de inteligencia que hasta hoy ha sido esencial en la evolución humana: la inteligencia social, comunitaria, entendida como suma o multiplicación de las inteligencias individuales que trabajan en común para configurar el saber común (la artesanía, la tradición, la cultura, el derecho, lo que somos, en suma), que no está concentrada en unas pocas manos que se lucran con ella. La inteligencia social es, además, junto con la idea de “poder”, una de las bases principales de nuestros modelos jurídicos, de nuestros Derechos, de un equilibrio destilado a lo largo de siglos de civilizaciones entre derechos y obligaciones que se contrasta con constructos morales y éticos. Si esta inteligencia social se sustituye por un engendro algorítmico falto de “lo social” y de sus tradiciones y al servicio de sus dueños, supondrá la muerte del Derecho tal como lo conocemos y, consecuentemente, la pérdida del control, del poder, sobre la civilización humana.

Difícilmente será posible que estas IA estén alineadas con lo que es nuestra inteligencia social: lo están sólo con sus dueños porque, en la medida que estuvieran acordes con lo social dejarían de ser negocio para quienes las promueven y controlan. Para que sean negocio deben ser concentradamente controlables y nutrirse de materia prima (conocimiento) que sea gratuita, lo que nos conduce a un robo de proporciones siderales: los datos, la información de que se alimentan las IA son de alguien, a quien ni siquiera se le hace saber que están siendo usados, y sin retribución a sus dueños. Desde otra perspectiva, al ser una construcción completamente artificial y no totalmente autónoma, es deudora de los sesgos que le han aportado sus creadores con una limitación muy relevante: al ser artificial no dispone de límites éticos ni de objetivos alineados con los humanos (el llamado problema de alineamiento), lo que choca de lleno con las bases culturales de la civilización humana. La verdad dejará de ser un valor, la dificultad para armar un discurso razonado será enorme en la medida de que el pensamiento crítico tenderá a desaparecer. ¿Qué sucederá si estas tecnologías con apariencia de humanas llegan a ser más “potentes” en términos de razonamiento que el ser humano? Debemos constatar una asimetría en la relación inteligencia humana-inteligencia artificial: como humanos no podemos influir en la estructura discursiva de la máquina (al servicio de su dueño), pero ella sí puede influir en nosotros. Este fenómeno ya se empezó a dar con el auge de las redes sociales y su uso en campañas de manipulación de opinión.

La apropiación de la cultura humana por parte de los dueños de las máquinas es un mecanismo que deriva de la posibilidad que tienen estas tecnologías de “crear”, (más bien copiar gratis) conocimiento humano (música, arte, texto). A partir de ahí podrían acabar generando derecho, religión, ética, incluso (quizás) fuera del control de sus creadores o dueños. Esta apropiación es, además, como indicaba, gratuita, mediante usurpación a sus dueños; en la más pura tradición de los atracos cometidos por las tecnológicas de Silicon Valley desde sus inicios: la economía colaborativa es en realidad explotación de mano de obra barata que hace repartos en bicicleta, alquileres opacos al fisco, banca en la sombra sin protección del usuario o la cesión gratuita de datos tan relevantes como las afinidades sexuales. La IA no paga un céntimo a los dueños de los datos por la información que usa para operar. Sin embargo, nos la presentan como un enorme avance en nuestra evolución tecnológica del que debemos esperar sólo grandes ventajas. Ciertamente, los inteligentes son los dueños de los algoritmos.

Ramon J. Moles Plaza

Jurista


POR UN HORIZONTE CIENTÍFICO MÁS AMPLIO.

El Pais Catalunya 26.9.2022

La Generalitat promueve el Grup Horitzó para fijar la hoja de ruta de la ciencia en Catalunya. El grupo está formado por personalidades relevantes de la investigación y la empresa. Un intento que se suma a muchos otros desde los 90 del pasado siglo con un denominador común: que las ciencias sociales brillan por su ausencia. Sin minusvalorar las enormes capacidades de este grupo, se echan en falta científicos sociales que puedan aportar conocimiento y experiencia al objetivo declarado. Incluso podrían incorporarse a los ausentes filósofos, sociólogos, psicólogos, juristas, historiadores o comunicólogos, otros profesionales como los creativos, los chefs, los artistas, o los empresarios.

Y ello por simple coherencia. La Consellera ha declarado que necesitamos un sistema de conocimiento fuerte para poder abordar cuestiones globales como el envejecimiento o el cambio climático. Para ello son imprescindibles las ciencias sociales. La pandemia no ha sido sólo sanitaria; lo es, todavía, económica, social, jurídica o psicológica, por ejemplo: así, la legitimidad del Procicat, de las limitaciones de derechos por confinamientos o la distribución de ayudas. Igualmente, cualquier vacuna, para ser eficaz, tiene que ser también adecuadamente patentada, fabricada, distribuida, almacenada y administrada, como también las muertes en residencias de ancianos durante la pandemia no son ajenas a un modelo social y empresarial de atención a los mayores poco respetuoso con sus derechos. La amplitud de problemas exige amplitud de miradas, que no se pueden limitar a la visión a través de un microscopio. Y que lo sean para mejorar la gestión global, no para canibalizar los recursos posibles para sus áreas de conocimiento o proyectos individuales o colectivos. Para que la empresa privada confíe en la comunidad científica esta debe ser más plural, más variada, y sobre todo más eficiente.

La ciencia no es sólo la de “bata blanca”. ¿Cuántas maratones de TV3 conocen que hayan dedicado ni un solo minuto a la actividad científica que no sea la de ciencias de la vida? ¿Podemos ignorar la investigación en campos como el turismo, el envejecimiento, o la gestión del riesgo? Si en algo somos potencia mundial es en turismo. Seamos sinceros: el dinero que genera el Mobile en Barcelona no deriva ni de la creación, ni de la producción de teléfonos; deriva del negocio hotelero y ferial. Sería congruente que nuestra potencia turística fuera congruente con una actividad investigadora en turismo. Sin embargo, destacamos en el sector por su precarización (recuerden las Kelis), escaso valor añadido (sol y playa), baja profesionalización del personal, y muy escasa investigación científica en este campo.

El Dr. Miquel Porta alertaba hace poco de que la ciencia no es algo puramente técnico, pues hay considerables intereses en juego: los de los científicos, de las instituciones, de los medios de comunicación o de sus financiadores. Son intereses económicos, pero también ideológicos o psicológicos. Si se quiere evitar los brindis al sol, a la profesionalidad del Grup habría que sumar otras si se pretende que sirva a nuestra realidad y nos aleje del cortoplacismo del recuento tacaño de los “dinerons” gastados en “ciencia”.

Ramon-Jordi Moles Plaza.


VERGÜENZA AUDITORA. Infolibre. 16.7.2022

El regulador financiero de Estados Unidos ha impuesto una de las mayores multas (100 millones de dólares) a la auditora Ernst&Young por las trampas sistemáticas de sus empleados en los exámenes de ética y formación continua entre 2012 y 2015, que son imprescindibles para ejercer como auditor. Un caso parecido, en junio de 2019 y en relación con la auditora KMPG, conllevó una multa de 50 millones de dólares. Y no son casos aislados: se cumplen ahora 20 años de la monumental quiebra de la empresa estadounidense Enron que, sin ir más lejos, condujo a la desaparición de la entonces gigante de la auditoría Arthur Andersen como consecuencia de haber cooperado como auditora de aquella en la ocultación de datos de la quiebra. Son supuestos muy graves, no solo porque afectan a quienes son responsables de identificar y evitar errores y trampas contables de sus clientes, sino porque erosiona la confianza en dichas empresas y en el funcionamiento del sistema en general. Aún peor: según el regulador parece que E&Y tomó medidas disciplinarias demasiado laxas y que ni siquiera implantó controles internos ni desarrolló políticas proactivas de control.

Son supuestos también desconcertantes. Primero porque han sucedido en relación con procesos de formación continua y de formación ética de empleados de una empresa que se gana la vida auditando, esto es, verificando la certeza de datos de terceros. Después, porque la razón que alegaron los afectados para hacer trampas fue que les obligó la presión de los compromisos de trabajo y/o la incapacidad para aprobarlos tras varios intentos fallidos. Finalmente, porque, según el regulador, aunque parece que el chanchullo era “vox pópuli” en la empresa, el silencio general se debió a que “no eran conscientes de que compartir las respuestas de los exámenes suponía hacer trampas y violaba el código de conducta de EY y al deseo de evitar que sus colegas se metieran en problemas”. ¿Tan deplorable es el nivel de conocimientos y de integridad de este personal?

Más allá de todo ello, estos hechos conducen a reflexiones más generales, menos casuísticas, si se quiere.  El argumento que arguyen en su defensa los afectados denota un patrón generalizado: “yo no sabía”, “yo no era consciente”. Son argumentos que hemos contemplado en muchos de los casos de corrupción destapados en España y que, en realidad, son la otra cara de la impunidad. Estas prácticas relativamente generalizadas se dan también en otros contextos sociales a los que se otorga a la infracción un escaso reproche social: véanse sino los fraudes en el empadronamiento para poder matricular hijos en centros escolares de preferencia, fraudes en declaraciones de IVA, el nepotismo en la dotación de puestos públicos de confianza o, sin ir más lejos, la copia de exámenes de todo tipo. Sobre el papel se pronostica el mayor de los infiernos al infractor, pero en la práctica se mira para otro lado. ¿Por qué? ¿Qué justifica esta distancia entre normativa y realidad? ¿Es sólo la impunidad? Probablemente, como apunté hace años en distintos trabajos, la razón última se halla en que el sistema cuenta con unas bases corrupto-génicas que ya da por descontadas. Como los grandes almacenes que contabilizan en pérdidas un porcentaje estándar de pequeños robos, el sistema también soporta un número indeterminado de infracciones amparadas en una excusa de supuesta ignorancia y que, algunos incluso creyeron en su día que podía servir para “engrasar” un sistema poco eficiente.

El hecho cierto es que, si nos atenemos a los hechos expuestos, el listón natural de cumplimiento normativo está muy bajo, y no sólo en España. La gravedad del caso de E&Y y de otras firmas de este ramo radica en que afecta a auditores, un tipo de profesional que goza de una posición casi-pública en tareas de supervisión.  Por supuesto: habrá que demandar más y mejor supervisión de estas funciones que gozan de determinados privilegios públicos, pero que también deben acreditar el cumplimiento de determinadas obligaciones. Para ello es imprescindible mejorar la dotación y los procesos de supervisión de los reguladores públicos. Necesario, pero no suficiente.

Visto lo visto habrá que atender a dos factores clave. Uno, la formación de estos profesionales y la supervisión interna de sus estándares de comportamiento por parte de las empresas que los emplean. En relación con ello vayan por delante dos ideas. Primera: la formación debe incorporar otros elementos distintos a los meros contenidos, otros elementos que tienen que ver más con las actitudes que con las habilidades contables. Para ello habrá que girar la vista a las escuelas de negocios para prevenir, al menos en parte, sucesos como la crisis financiera de 2008. Segunda: la supervisión interna del cumplimiento de los estándares debería recaer en personal externo, independiente, con amplias facultades de acceso a información de la compañía y en dependencia directa del consejo de administración.

Otro factor clave es la mejora del modelo autorregulatorio del sector, que precisa probablemente de una mayor eficiencia en cuanto a supervisión interna, pero también de un marco complementario de regulación y supervisión públicas. Téngase en cuenta que ante un hipotético caso en España podría argumentarse que el sector de la auditoría ejerce una función casi-pública que podría llegar a justificar una responsabilidad patrimonial de la Administración por dejación de funciones de supervisión. Dicha responsabilidad se haría efectiva, en su caso, mediante indemnizaciones con cargo al presupuesto público, esto es, nuestro bolsillo. En dicho instante sería cuando se evidenciarían las vergüenzas del sistema.

Ramon J. Moles