Un reciente informe afirma que el sistema público de becas es insuficiente e ineficaz. Veamos. Las becas son ayudas al estudio o a la formación con objeto de superar barreras económicas y que se financian con cargo a impuestos pagados por todos los ciudadanos. Son importantes en la enseñanza obligatoria (hasta ESO) precisamente porque es obligatoria (no voluntaria) y porque es la puerta de entrada al ascensor social en que la educación también consiste. Sin embargo en la enseñanza pública no obligatoria (básicamente estudios superiores), además de becas, el coste real de los estudios se financia sobre todo por la vía de la aportación directa de recursos públicos al presupuesto de la universidad, lo que supone que cada estudiante disfrute realmente de una beca encubierta de aproximadamente un 80% del coste real de su plaza. Parece lógico pues destinar más becas a la formación obligatoria que a la no obligatoria, siendo además que la segunda ya goza de una financiación importante vía presupuestos.
¿Son ineficaces? En el caso universitario pueden serlo en la medida en que su existencia no evita el absentismo estudiantil ni garantiza, por tanto, el aprovechamiento del servicio público. En otras palabras: si los estudios universitarios públicos son tan caros, ¿cómo se explica el absentismo de los estudiantes?. Ante ello es posible establecer sistemas de financiación pública más equitativos: otorguemos a cada estudiante, con su matrícula, un crédito al estudio por el coste real de su plaza. Así sabrá exactamente que cuesta realmente el servicio público que se le presta y lo caro que le puede resultar el absentismo. En función de su capacidad económica y de los resultados académicos que obtenga vayamos convirtiendo en cada curso el préstamo en beca. De este modo quien no acredite resultados deberá devolver el préstamo: le saldrá muy caro matricularse sin ir a clase ni aprovechar el servicio. Quien acredite resultados y no disponga de capacidad económica terminará disfrutado de una beca.
Este modelo permitiría aflorar el coste real del servicio, reducir el absentismo (que resulta carísimo a la universidad al tener que programar recursos después infrautilizados), y conseguimos una mejor redistribución de las ayudas públicas (que se otorgan a quien realmente los aprovecha).
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