Falsos oráculos del yihadismo. El Periódico. 21.04.2015

Como siempre que acontece un hecho impactante los medios audiovisuales intentan, con mayor o menor fortuna, iluminar las mentes ciudadanas con opiniones expertas. Así ha ocurrido recientemente con el auge del terrorismo yihadista en Occidente y, salvo contadas y honrosas excepciones, hemos asistido en general a conjeturas superficiales en un tema que requiere no sólo conocimiento –debería ser obvio para opinar-, sino sobretodo discreción, discreción y discreción, por este orden.

Así, por parte de algunos comparecientes se ha llegado a argumentar en los medios que las recientes detenciones de presuntos terroristas yihadistas nativos españoles –y otras que las precedieron- demuestran que estos sujetos son básicamente mentes trastornadas por el radicalismo. Explicación simplista e inútil. Ni “trastornados” ni “radicales”. Más bien terroristas amparados en un cúmulo de circunstancias que les hacen “florecer”. De lo contrario, regímenes como el nazismo o el franquismo podrían explicarse simplemente desde la lógica del trastorno mental: serían sistemas políticos de radicales trastornados. Difícil de comprender, más aún a partir de Hanna Arendt y su concepto de “banalidad del mal”. Ni un solo razonamiento de estos supuestos “expertos” sobre las posibles causas del fenómeno (razón primera para la comprensión del mismo). Ni tampoco un solo análisis sobre lecciones aprendidas en otros países. Simplemente: para estos “sabios académicos” el mundo se divide entre buenos y malos trastornados. Felizmente, la posición oficial del Gobierno de Rajoy es bastante más sensata: el yihadismo es la principal amenaza que afrontamos en la actualidad, el mundo musulmán es tan víctima como los demás, el terrorismo yihadista debe combatirse con la unidad internacional contra la violencia y sin confundirlo con la religión, y, finalmente, nadie debe dejarse arrastrar por la falacia que nos habla de una lucha del Islam contra Occidente.
Sepan ustedes que el auge yihaddista tiene, al menos, tres fuentes principales. En primer lugar el marco geoestratégico internacional. Estado Islámico se alimenta de las capacidades de exdirigentes políticos y militares de los Estados fallidos en Iraq, Libia, Yemen, Nigeria y Afganistán, entre otros, que se han alineado con el terrorismo para ajustar cuentas en rencillas sectarias tras las erróneas intervenciones de las potencias occidentales. Esto le otorga al EI un aparato (del que carecía Al Qaeda) y una novedosa capacidad de atracción territorial para miles de seguidores que se sienten llamados a abandonar sus frustradas existencias en nuestras sociedades occidentales. En segundo lugar, las fracasadas políticas sociales en Occidente, sin ascensor social, vinculadas a restricciones presupuestarias en inversión social, que genera ghettos y frustración: no podemos atraer inmigrantes en épocas de bonanza para marginarlos en épocas de crisis. Tercero. Un fenómeno de ámbito individual-psicológico, en virtud del cual «don nadie» se convierte en «alguien» al existir un «premio» en el más allá al desapego a la vida y que dota al terrorista de una herramienta letal: el suicidio. Esto les diferencia del terrorismo clásico.
Ante todo ello, señores, no es suficiente ni honesto simplificar el problema para reducirlo a un proceso de trastornada radicalización que la sola gestión policial pueda resolver. El abordaje de algo tan complejo como el terrorismo yidahista requiere para empezar otra visión de la geopolítica mundial, dónde el unilateralismo occidental ya no cabe, dónde las religiones ya no pueden ser una cruzada evangelizadora que todo lo justifica, dónde los responsables políticos (Aznar, Bush y Blair en las Azores) den cuenta al mundo del enorme error cometido en Iraq. Se precisa, en fin, no sólo un giro en la geopolítica occidental para invertir en el desarrollo de Estados fallidos, sino sobretodo otra visión de las políticas sociales, y, finalmente, políticas preventivas de detección precoz enfocadas al individuo y basadas en la recuperación de un control social difuso que permite reducir a excepción el anonimato de nuestros barrios. Unas políticas sociales dónde “todos” no sólo se conozcan (cómo antes en los pueblos gracias a los comercios, escuelas y vecinos), sino sobretodo dónde todos se “reconozcan” como actores de las mismas y se integren en políticas de colchón y de ascensor social. Mientras tanto, seamos intelectualmente honestos y ahorrémonos falsas conjeturas y disquisiciones teóricas de escaparate sobre radicalismos de enajenados –que de ser exitosas cuando se formularon en el pasado nos habrían ahorrado este presente- y dejemos al menos que la policía y los servicios de inteligencia, al margen de falsos oráculos con ansias de notoriedad, continúen desarrollando sus discretas y eficaces tareas preventivas.


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