EL PERIÓDICO DE CATALUNYA
14 de Noviembre 2014
Algunos abogan por el fortalecimiento del Estado en la lucha contra la corrupción en detrimento de la regeneración social, que juzgan insuficiente en un contexto en que el mercado “ha convertido al Estado en su chico de los recados”, arrasando de antemano la democracia. Mientras, proliferan las redadas contra redes corruptas de políticos y empresarios. Es una manera de ver las cosas, de verlas por el retrovisor.
La corrupción no es un fenómeno que dependa inversamente de la percepción social que la población tenga del mismo: a mayor percepción menor corrupción y al revés. No extrañe que “saberlo todo de las tramas de corrupción no haya impedido que los partidos responsables de ellas repitieran mayoría absoluta” porque es precisamente la corrupción la que engrasa el sistema. Lo relevante de la corrupción no es que “se sepa” o “se perciba”, lo relevante es que “es”; y por tanto, el análisis decisivo debe efectuarse sobre sus estructuras genéticas –las que la generan – y no tanto sobre su percepción. Que la corrupción es indisociable de la condición humana es una obviedad: la corrupción cero no existe. El tema es qué modelo institucional queremos y cómo pretendemos alimentarlo porque la corrupción como sistema administrativo es un indicador de la baja calidad de una democracia que nos indica que el sistema en su conjunto sufre daños estructurales.
Desde el siglo XIX, incluso antes, el comportamiento de nuestro sistema político y administrativo no ha sido precisamente ejemplar, ni siquiera regular, en lo que a corrupción se refiere. Si obviamos breves períodos democráticos (tampoco inmunes al fenómeno), dan fe de ello las épocas de caciquismos, bipartidismos, golpes de estado, dictaduras, autarquías económicas, oligopolios, fracasos coloniales y estraperlos varios, muchos de ellos padres de fortunas presentes. No es achacable, en el caso español, al liberalismo ni al mercado la génesis de la corrupción por cuanto ésta era ya anterior a la configuración moderna del libre cambio. Si acaso será al revés: resultado de aquellas estructuras de gobierno autocráticas y caciquiles son estas maneras corruptas de estar en la cosa pública que se han incrustado en el Estado surgido de una transición que aún no ha terminado. Es así como debe negarse el simplismo de que la suma de poder político y mercado sean la madre y el padre de la corrupción. La corrupción, aquí, es una manera de gobernar que se viene ejerciendo con sumo éxito desde tiempo inmemorial, y ello a pesar de quienes no están dispuestos a ceder ante el fenómeno: funcionarios honestos, empresarios y “gentes del mercado neoliberal” entre otros. Asociar mecánicamente neoliberalismo y corrupción, neoliberalismo y desprecio de lo público o neoliberalismo y redes clientelares es ignorar mucho: es ignorar que la corrupción no tiene ideología –bien lo saben políticos de todos los colores-; es ignorar que la corrupción como sistema administrativo es anterior al liberalismo, al socialismo e incluso al cristianismo; es ignorar que la corrupción hoy, aquí, se corresponde con una profunda crisis del sistema que viene de décadas. De hecho, en España, cómo indica Alejandro Nieto, la corrupción es el modo de gobernar del sistema partitocrático que ha secuestrado la democracia representativa adueñándose del Estado mismo. De nada servirá dotarlo de más medios si es el Estado mismo el que está en crisis.
Curiosamente no es el capitalismo en sus múltiples lecturas el que está en descomposición. Su crisis aparenta, nos guste o no, más transformación que extinción. Al menos no está en crisis en la medida en que lo está el Estado en nuestro entorno europeo: decapitado por arriba (en Bruselas) –sin moneda, sin política monetaria ni financiera, prácticamente sin política exterior, sin ejército, sin banco central-; amputado por abajo (aquí) –incapaz de articular un objetivo común que implique al conjunto de sus ciudadanos en un proyecto de futuro, corroído por la tumoración burocrática que crece sin cesar, impotente para ejercer como tal en el concierto mundial-. De las 100 primeras economías mundiales muchas son empresas, no Estados. Ya no podemos ubicar al Estado en un diálogo –falso- entre lo público como interés general defendible y lo privado como interés particular condenable. Entre lo público, necesario por cuanto materializa un interés homónimo pero también ineficiente, y lo privado-individual, también necesario por cuanto entraña el ámbito máximo de libertad pero con frecuencia egoísta en extremo, emerge el interés común como algo ajeno a ellos y a la vez sintético. El procomún, que abarca el interés general sin ser público ni privado: el paisaje, el medio ambiente, el derecho al silencio, las tradiciones, el folklore. No son bienes públicos en sentido estricto y tampoco privados. Bien podría decirse lo mismo de un mercado y una administración eficientes, muy limitadamente corruptos (el nivel cero no existe), en la medida en que este interés general es a la vez público y privado, en todo caso es interés común. Ello nos conduce a un nuevo entorno regulatorio, dónde el Derecho público y privado clásico son insuficientes, dónde es preciso explorar la autorregulación y el diseño institucional abierto, participativo, transparente, para situar la corrupción en niveles asimilables y en un contexto en el que lo que conocimos como Estado será ya otra cosa, menos corrupta.
Ramón J. Moles es profesor universitario.
Colaborador de ACAD
(Iniciativa Académica Anticorrupción de la Oficina de Naciones Unidas contra Drogas y Crimen Organizado)