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OPENLUX Y CORRUPCIÓN: MÁS DE LO MISMO.

Infolibre 29.6.2021

El proyecto OpenLux ha puesto el foco sobre la actividad de más de 1.500 personas vinculadas con España que mantienen empresas en Luxemburgo con objeto de gestionar miles de millones de euros que son opacos al fisco. Las derivadas son evidentes, aunque quizás las más relevantes son la conexión directa entre elusión fiscal y corrupción y el dumping fiscal que practica Luxemburgo (como también los Países Bajos y otros Estados “puritanos” y “bien-pensantes” de la UE).

La elusión consiste en un tipo de planificación fiscal en la que se aprovechan rendijas legales para evitar o aminorar el pago de impuestos. No es ilegal, aunque las consecuencias son obvias. Sin caer en populismos: o pagamos todos (lo que toque a cada cual) o no paga nadie. Más allá de que esta práctica pueda ser útil a quienes quieran ocultar fondos de origen lícito, resulta que OpenLux ha identificado también prácticas de elusión entre sujetos implicados en grandes escándalos de corrupción, lo que no resulta para nada extraño.

El dumping fiscal es una práctica de competencia fiscal dañina mediante la cual las empresas multinacionales, aprovechando la globalización, ubican su domicilio en el entorno que les es fiscalmente más favorable. En este campo OpenLux sucede a otro escándalo de 2014 denominado LuxLeaks que estalló tras la filtración por un empleado de PricewaterhouseCoopers (PWC) que detallaba como creaban estructuras en Luxemburgo para eliminar los ingresos sujetos a impuestos en un territorio.

Estas dos derivadas tienen un elemento en común: ambas son de carácter estructural y las posibilitan los propios Estados. Con frecuencia se suele atribuir la total responsabilidad respecto de la expansión de la corrupción a sujetos y empresas, obviando un hecho indiscutible: la cooperación imprescindible -en la mayor parte de ocasiones- de los mismos Estados. Tan evidente es este hecho que la UE y EE.UU. ultiman en el G7 un impuesto a las multinacionales y un acuerdo para que revelen qué impuestos pagan en cada país.

La corrupción es estructural, lo que obliga a combatirla modificando, también, las estructuras. No es suficiente con disponer de políticas de prevención de lo que se considera un peligro individualizado que atañe a sujetos y empresas (la corrupción): las causas últimas de la corrupción atañen al sistema, son colectivas y no se suelen abordar eficientemente. Prueba de ello es que, a pesar de que en España se han planteado algunas iniciativas (la Ley de Transparencia, la de Financiación de Partidos, el proyecto de Ley reguladora del ejercicio de altos cargos o la reforma del Código Penal), el fenómeno va en aumento. No es extraño que así sea porque, en primer lugar, mientras el Derecho es estatal, la corrupción es global, y en segundo lugar por la baja eficiencia del Estado español en este ámbito. Muestra de ello son las reiteradas advertencias de distintos organismos internacionales respecto de incumplimientos relacionados con la eficacia de la aplicación de normativas anticorrupción en base a los cuatro pilares de los que España es parte: la Convención contra la Corrupción de Naciones Unidas, el Convenio de Lucha contra la Corrupción de la OCDE, los Convenios del Consejo de Europa y las recomendaciones del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO). A esto podemos sumar la lentitud de la justicia, los deficientes controles administrativos internos y externos, la amplia tolerancia a las “puertas giratorias” para altos cargos, o el deficiente despliegue normativo interno. Sirva como ejemplo de esto último lo sucedido con la Ley 19/2013, de transparencia, que ha cumplido ya siete años sin que se haya podido aplicar la obligación de los cargos políticos de publicar su estado patrimonial y de intereses. Ni siquiera existe un régimen sancionador derivado de su infracción. Peor aún, entre 2015 y 2018 al menos 100 de entre ellos han incumplido la obligación de detallar sus bienes, contando además con la aquiescencia de la propia Oficina de Conflictos de Intereses (OCI) y del Tribunal Supremo.

En fin, la corrupción no es algo que responda esencialmente a un comportamiento individual; su fundamento básico se halla en el sistema. Si quieren saber cuan corrupto es un sistema o un país miren en el ojo del huracán: como es la financiación de los partidos políticos, sindicatos y patronales; si su sistema electoral es abierto o cerrado; si su modelo tributario es progresivo, equitativo y bien percibido; si su modelo de contratación pública es eficiente y transparente; si sus mercados son transparentes, libres y sin oligopolios; si su sociedad civil es robusta, activa y bien informada. Casi todo lo demás es más de lo mismo.

Ramon J. Moles Plaza es profesor universitario, ha sido colaborador de ACAD (Iniciativa Académica Anticorrupción-ONU).


Los ERE: peligro y riesgo de corrupción. Infolibre. 7.12.2019

La corrupción es una manera de gobernar, basada desde la transición política en una partitocracia que ha secuestrado la voluntad popular. Este sistema causa daños a nivel individual y colectivo a corto, medio y largo plazo. A nivel individual por cuanto nos perjudica a todos en cuanto contribuyentes en la medida en que sustrae al erario público recursos indispensables para las prestaciones sociales a quien realmente las precise. A nivel colectivo porque corrompe el modelo administrativo impidiendo una correcta toma de decisiones. Perjudica a corto plazo porque impide la correcta ejecución de los presupuestos públicos y falsea a la baja los tributos de los implicados. A medio plazo porque impide el diseño de políticas públicas y estrategias adecuadas. A largo plazo porque eleva a unos al cuento de la lechera y hunde a otros en una miseria inmerecida. Ejemplos de corrupción partitocrática en España hay muchísimos, demasiados, aunque dos, destacan por su volumen: la trama Gurtel del Partido Popular y el caso de los ERE andaluces de la Junta de Andalucía gobernada por el PSOE entre 1980 y 2018, que asciende a 680 millones de € y en el que están implicados también los sindicatos CCOO y UGT por malversación de 48 millones de €. En resumen, se trataba de desviar dinero público de los ERE legales hacia el bolsillo de familiares, amigos y militantes afines al partido en el gobierno, el PSOE-A.

Los daños que genera la corrupción pueden ser advertidos previamente mediante dos tipos de señales: señales de peligro y señales de riesgo. Señales de peligro son todas aquellas que advierten de un hecho dañoso que se producirá con toda seguridad porque tenemos experiencia previa de ello y conocemos perfectamente su causa. Son generalmente señales de la actuación de los sujetos. Es peligroso dejar que la estructura de la ejecución presupuestaria esté fuera de control (este hecho siempre ha redundado en problemas y fraudes), es peligroso concentrar la decisión sobre pagos de dinero público en pocas manos (la tentación vive ahí). Señales de riesgo son aquellas que nos advierten de daños de causalidad incierta, aunque de probabilidad constatada. Son señales relativas a la estructura de gobierno. Es arriesgado diseñar una Administración al servicio de los partidos políticos y no de los ciudadanos, también lo es dibujar un modelo “clientelar” de prestaciones sociales, como también lo es prolongar los mandatos políticos más allá de lo razonable (la dictadura franquista duró oficialmente 40 años, y aún pervive en el cromosoma español).

Responsables del fraude, en mayor o menor medida, son todos los implicados: los autores directos (personas físicas), también los partidos políticos que cuando menos lo toleraron, los beneficiarios injustificados de las ayudas (a nadie le amarga un dulce), incluso los votantes por no exigir responsabilidades. Y no será porque no existieran señales de peligro y riesgo: la Cámara de Cuentas de Andalucía, detectó en 2017 que había 2.988,6 millones de euros en subvenciones otorgadas pendientes de justificar y la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), admite que se destinan más de 14 mil millones de euros en subvenciones públicas sin planificación, coordinación ni evaluación del gasto.

 

Así pues, las bases estructurales del sistema corrupto son: una opaca financiación de partidos, sindicatos y patronales, sistema electoral de listas cerradas, falta de transparencia real en la gestión pública y de los mercados, sistema judicial obsoleto y cargos públicos sin evaluación previa. A ello se suma la tolerancia social (25% de economía sumergida), la falta de instrumentos reales de control y el exceso de cargos de confianza en las administraciones públicas.

Si queremos arreglarlo habrá que prevenir los peligros de actuaciones individuales corruptas, pero sobre todo habrá que establecer modelos de Gobernanza del Riesgo de corrupción que permitan rediseñar nuestras Administraciones en clave de transparencia, equidad y eficiencia.


Reciente entrevista en TV3 sobre corrupción

http://www.ccma.cat/tv3/alacarta/programa/Els-tentacles-de-la-trama-Gurtel/video/5370537/


CORRUPCIÓN COMO FORMA DE ESTADO

EL PERIÓDICO DE CATALUNYA

14 de Noviembre 2014

Algunos abogan por el fortalecimiento del Estado en la lucha contra la corrupción en detrimento de la regeneración social, que juzgan insuficiente en un contexto en que el mercado “ha convertido al Estado en su chico de los recados”, arrasando de antemano la democracia. Mientras, proliferan las redadas contra redes corruptas de políticos y empresarios. Es una manera de ver las cosas, de verlas por el retrovisor.
La corrupción no es un fenómeno que dependa inversamente de la percepción social que la población tenga del mismo: a mayor percepción menor corrupción y al revés. No extrañe que “saberlo todo de las tramas de corrupción no haya impedido que los partidos responsables de ellas repitieran mayoría absoluta” porque es precisamente la corrupción la que engrasa el sistema. Lo relevante de la corrupción no es que “se sepa” o “se perciba”, lo relevante es que “es”; y por tanto, el análisis decisivo debe efectuarse sobre sus estructuras genéticas –las que la generan – y no tanto sobre su percepción. Que la corrupción es indisociable de la condición humana es una obviedad: la corrupción cero no existe. El tema es qué modelo institucional queremos y cómo pretendemos alimentarlo porque la corrupción como sistema administrativo es un indicador de la baja calidad de una democracia que nos indica que el sistema en su conjunto sufre daños estructurales.
Desde el siglo XIX, incluso antes, el comportamiento de nuestro sistema político y administrativo no ha sido precisamente ejemplar, ni siquiera regular, en lo que a corrupción se refiere. Si obviamos breves períodos democráticos (tampoco inmunes al fenómeno), dan fe de ello las épocas de caciquismos, bipartidismos, golpes de estado, dictaduras, autarquías económicas, oligopolios, fracasos coloniales y estraperlos varios, muchos de ellos padres de fortunas presentes. No es achacable, en el caso español, al liberalismo ni al mercado la génesis de la corrupción por cuanto ésta era ya anterior a la configuración moderna del libre cambio. Si acaso será al revés: resultado de aquellas estructuras de gobierno autocráticas y caciquiles son estas maneras corruptas de estar en la cosa pública que se han incrustado en el Estado surgido de una transición que aún no ha terminado. Es así como debe negarse el simplismo de que la suma de poder político y mercado sean la madre y el padre de la corrupción. La corrupción, aquí, es una manera de gobernar que se viene ejerciendo con sumo éxito desde tiempo inmemorial, y ello a pesar de quienes no están dispuestos a ceder ante el fenómeno: funcionarios honestos, empresarios y “gentes del mercado neoliberal” entre otros. Asociar mecánicamente neoliberalismo y corrupción, neoliberalismo y desprecio de lo público o neoliberalismo y redes clientelares es ignorar mucho: es ignorar que la corrupción no tiene ideología –bien lo saben políticos de todos los colores-; es ignorar que la corrupción como sistema administrativo es anterior al liberalismo, al socialismo e incluso al cristianismo; es ignorar que la corrupción hoy, aquí, se corresponde con una profunda crisis del sistema que viene de décadas. De hecho, en España, cómo indica Alejandro Nieto, la corrupción es el modo de gobernar del sistema partitocrático que ha secuestrado la democracia representativa adueñándose del Estado mismo. De nada servirá dotarlo de más medios si es el Estado mismo el que está en crisis.
Curiosamente no es el capitalismo en sus múltiples lecturas el que está en descomposición. Su crisis aparenta, nos guste o no, más transformación que extinción. Al menos no está en crisis en la medida en que lo está el Estado en nuestro entorno europeo: decapitado por arriba (en Bruselas) –sin moneda, sin política monetaria ni financiera, prácticamente sin política exterior, sin ejército, sin banco central-; amputado por abajo (aquí) –incapaz de articular un objetivo común que implique al conjunto de sus ciudadanos en un proyecto de futuro, corroído por la tumoración burocrática que crece sin cesar, impotente para ejercer como tal en el concierto mundial-. De las 100 primeras economías mundiales muchas son empresas, no Estados. Ya no podemos ubicar al Estado en un diálogo –falso- entre lo público como interés general defendible y lo privado como interés particular condenable. Entre lo público, necesario por cuanto materializa un interés homónimo pero también ineficiente, y lo privado-individual, también necesario por cuanto entraña el ámbito máximo de libertad pero con frecuencia egoísta en extremo, emerge el interés común como algo ajeno a ellos y a la vez sintético. El procomún, que abarca el interés general sin ser público ni privado: el paisaje, el medio ambiente, el derecho al silencio, las tradiciones, el folklore. No son bienes públicos en sentido estricto y tampoco privados. Bien podría decirse lo mismo de un mercado y una administración eficientes, muy limitadamente corruptos (el nivel cero no existe), en la medida en que este interés general es a la vez público y privado, en todo caso es interés común. Ello nos conduce a un nuevo entorno regulatorio, dónde el Derecho público y privado clásico son insuficientes, dónde es preciso explorar la autorregulación y el diseño institucional abierto, participativo, transparente, para situar la corrupción en niveles asimilables y en un contexto en el que lo que conocimos como Estado será ya otra cosa, menos corrupta.

Ramón J. Moles es profesor universitario.

Colaborador de ACAD
(Iniciativa Académica Anticorrupción de la Oficina de Naciones Unidas contra Drogas y Crimen Organizado)