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Postverdad y des-engaño. El Periódico digital. 27.04.2017

El concepto de post-verdad no es nuevo, incluso es anterior a 2004, cuando se publicaron en Estados Unidos algunas obras relativas al mismo. En esencia significa que es posible conseguir que lo subjetivo (la emoción y las creencias del individuo) se imponga a la realidad objetiva cuando se trata de construir la opinión pública. Esto es, que la opinión pública se base más en sentimientos que en hechos objetivos. Podríamos pensar que se trata de una variante más de lo que se conoce como “desinformación” o incluso “propaganda” (en el sentido  peyorativo del término). Ciertamente, tienen en común una raíz (el engaño), aunque difieren en lo demás. El fenómeno, además, no es patrimonio exclusivo de las superpotencias, sino que en nuestro país disponemos también de magníficos ejemplos.

 

La post-verdad implica algunas diferencias respecto de la desinformación clásica. Veamos. Los sujetos objetivo de la desinformación eran individuos o grupos de individuos afectados por el engaño (caso clásico el de los analistas de inteligencia víctimas de acciones de desinformación del enemigo). En la post-verdad el objetivo es todo el “corpus” social, al que se apela para que “reinterprete” la realidad en base a sentimientos y en consecuencia que se comporte de tal o cual modo política o electoralmente basándose no en hechos objetivos sino en rumores o emociones.

 

El objeto de la post-verdad no es, como en la desinformación, la manipulación del canal y del contenido de la información, sino la alteración de las emociones de los destinatarios para obligarlos a actuar de modo distinto. Por otra parte, a diferencia de cuando Internet no existía, la tecnología hoy hace posible la existencia simultánea de multitud de canales y de redes de opinión que se replican continuamente confundiendo emisor y receptor en mensajes consumidos, reiterados y/o alterados, en intervalos de tiempo muy breves en los que pierden vigencia y “caducan”. Se trata de imponer rápidamente el mensaje más que de defender un argumento que lo aproxime a la “verdad”. La certeza del mensaje es además muy difícil de contrastar por la simultaneidad del mismo, distribuido globalmente con el aval de la “confianza” que la inmediatez genera. Así se mezcla cierto e incierto para dibujar la post-verdad que anidará en el ánimo -no en la razón- de los sujetos.

 

Algunos casos son recientes. Farage (líder británico antieuropeo) argumentó en la campaña en defensa del Brexit que los 350 millones de libras semanales que el Reino Unido dejaría de pagar a la UE serían destinados al sistema de salud británico (NHS). Según la Oficina Nacional de Estadística del Reino Unido, el pago neto del Reino Unido a la UE fue de 190 millones de libras semanales. Ganado el referéndum el mismo Farage se contradijo y lo negó, afirmando que era un argumento de campaña. Otro caso. Algunos de las post-verdades  de la campaña presidencial de Trump, que se refieren entre otros, a la supuesta criminalidad de los inmigrantes, a la construcción del muro con México que pagará el Gobierno mexicano, a la inexistencia del cambio climático, a las ventajas del proteccionismo comercial o de la eliminación del Medicare o a la cifra de asistentes a su toma de posesión (que fue “hinchada” por su oficina de prensa).

 

Estos ejemplos siguen el mismo patrón de otros casos anteriores en España como el naufragio del Prestige en 2002, el atentado de Atocha en 2004 o el accidente del metro de Valencia en 2006.  En el caso Prestige el Gobierno del Partido Popular minusvaloró el riesgo (los “hilillos de plastilina” del entonces ministro Rajoy, que según él no eran marea negra). En el caso de Atocha los atentados yihadistas fueron atribuidos por el Gobierno Aznar a ETA, y en el accidente del Metro de Valencia la versión oficial fue que la causa era un exceso de velocidad (no siendo cierto), llegando incluso a  contratar una consultora para fabricar una “verdad oficial”.

 

Todos estos hechos tienen en común una acción gubernamental que persigue la construcción de una post-verdad, una “verdad alternativa” a la real para que se imponga en el corpus social,  como en el caso del Brexit o de Trump. Lo curioso es que en nuestro caso las post-verdades construidas desde los gobiernos fueron desmentidas por la realidad misma dando lugar a sonoros des-engaños: los casos Prestige y Atocha son algunos de los factores que acabaron con la era Aznar, y el caso del Metro de Valencia con la era del PP en Valencia. Y es que para que la post-verdad surta efecto es preciso contar con destinatarios acríticos, ávidos de “verdades alternativas”, aborregados por la humillación de verse excluidos de los “éxitos del sistema”; destinatarios que devienen carne de populismo de uno u otro signo. De momento, al menos en nuestro país, algunas de estas post-verdades no consiguieron su objetivo, a diferencia de nuestros vecinos anglosajones sumidos aún en el engaño para salir de la UE.  Es así como para desmentir la post-verdad no hay más que facilitar el des-engaño.