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Navegando con lobos. El Periódico. 15.10.2019

Los problemas regulatorios de Internet se van confirmando y ampliando. Recientemente Edward Snowden apuntaba que los gobiernos están delegando su autoridad a las grandes plataformas tecnológicas. Si en Internet impera la ley del más fuerte, del más rápido o del más astuto, ahora resulta que, además, el pastor (el Estado) ha encargado al lobo (las empresas tecnológicas) que cuide de las ovejas (nosotros).

 

Más de lo mismo. Lo Estados ceden sus funciones públicas de control, de prevención y de seguridad al sector privado por diversas razones, principalmente económicas (limitación de recursos), o tecnológicas (incapacidad administrativa para adaptarse al ritmo de las innovaciones). Es así como bajo regímenes de concesión o de autorización administrativa florecen Inspecciones Técnicas de Vehículos, empresas privadas de seguridad que vigilan instalaciones públicas o Entidades de acreditación, normalización o certificación técnica que imponen normas técnicas en los mercados. Ahora además los Estados ceden a las operadoras de Internet la autoridad para controlar Internet. ¿Por qué razón? En primer lugar, porque las tecnologías de control, los repositorios de datos y las redes de comunicaciones son privadas, son de las operadoras. No existe una Internet pública. En segundo lugar, porque los Estados “democráticos” operan dentro de unos límites marcados por sus legislaciones de protección de datos y les resultaría de muy difícil justificación saltarse sus propias normas. Otra cosa muy distinta es que el autor del desaguisado sea un tercero -una empresa privada- que por sus características -potencial global y poderío tecnológico- no está sujeto ni a controles administrativos ni al escrutinio público que limita a los sujetos políticos. Obsérvese que entre las mayores economías del mundo figuran muchas que no son Estados sino grandes corporaciones que no se rigen por el Derecho Internacional, ni firman Tratados Internacionales.

 

A ello podemos añadir (Snowden lo apunta también), que el modelo democrático clásico no es ya suficiente garantía de protección de derechos en la medida en que las élites de los Estados y las de las grandes corporaciones de Internet coinciden en intereses y en políticas que acaban imponiendo a los ciudadanos. Y cuando no coinciden y se citan en los tribunales no es extraño que una gran compañía venza a un Estado, como recientemente ha sucedido en el Tribunal de Justicia de la UE, que ha dado la razón a Google frente al Estado francés en el litigio sobre la aplicación del “derecho al olvido”, con lo que los motores de búsqueda no están obligados a borrar información personal de los usuarios en la lista de resultados de todo el mundo, sino sólo en Europa. Es así como la masificación de la tecnología termina generando un «lumpen proletariado tecnológico» que, con la cesión de sus datos de navegación por las redes, sirve de materia prima para el enriquecimiento de las grandes tecnológicas: para ello es preciso laminar derechos sin que se note el efecto.

 

Si hasta ahora la Red era privada, ahora resulta que empieza a ser también “pública por delegación”. El problema es por tanto que ahora el gobierno de las redes es privado y público a la vez, aunque lo “público” sea únicamente la naturaleza de los sujetos que controlan y monitorizan por delegación. Continúa sin existir en Internet un control “público” que proteja los “intereses públicos” en el uso de tecnologías que son enteramente “privadas”. Esta asimetría privado-público justifica plenamente que la respuesta a la pregunta ¿quién gobierna Internet? sea: sujetos privados sin limitación pública. Esto conduce a otras preguntas con respuestas aún más inquietantes: ¿Para qué sirve Internet? ¿Como es su cadena de valor? ¿Como se gana dinero en Internet? El núcleo de las respuestas está en el dinero, y la fuente para generarlo son nuestros datos, que nos pertenecen a cada uno de nosotros y que cedemos ingenua y gratuitamente.

 

De aquí que el punto clave para reivindicar un control público del interés público en las Redes seamos los usuarios (nuestros datos), que somos el mineral con el que se alimenta la industria de los datos y de Internet. Únicamente nosotros podemos poner en cuestión la cadena de valor de este negocio y conseguir una redefinición del papel de lo público y de lo privado en las Redes, o, dicho de otro modo, redefinir el papel de la democracia a la luz de Internet. Aunque no seamos conscientes, en las Redes somos ovejas que estamos navegando con lobos.


La privacidad como excepción. La Vanguardia. 26.03.2018

Algunos operadores de redes sociales están publicitando sus políticas de privacidad con objeto de concienciar a los usuarios de las posibilidades que ofrecen para proteger sus datos. El compromiso llega al punto de que algunas de ellas disponen incluso de “Director de privacidad”. Todo ello muestra la importancia creciente del debate sobre el uso de los datos y su privacidad.

Vaya por delante algo obvio: los datos son, en principio, del usuario. En la práctica sin embargo esto no es tan claro o, cuando menos, respetado. El negocio de las Redes se basa en explotar datos de los usuarios que estos confían a los operadores de modo voluntario e inconsciente. Voluntario porque, en el mejor de los casos, al acceder a los sistemas generalmente se autoriza por defecto el uso de los datos a terceros; en el peor de los casos los metadatos son cedidos por los operadores a terceros para su explotación. Inconsciente porque los usuarios no son conscientes del uso de sus datos por terceros o, en determinados casos, ni siquiera quieren serlo -analfabetismo digital- habida cuenta del lavado de cerebro: “si no estás en las redes no eres nadie”. En resumen, las Redes, para sobrevivir y obtener grandes beneficios, necesitan datos a costa de sus usuarios: Instagram, Snapchat, Facebook o YouTube precisan de datos y por eso se construyen sobre la dependencia de sus usuarios. En este sentido la privacidad en las Redes es inexistente por cuanto así los datos están disponibles por defecto.

La contradicción, aparente, está servida: tenemos que defender la propiedad privada -de datos- en un entorno (Internet) que tenía que ser el paraíso de la libertad, del no-control, de la inexistencia de un poder centralizado. En realidad no existe tal: Internet, las Redes, siempre han sido de sus propietarios, quienes basan su negocio en la explotación de datos de terceros como si de tierras a ocupar por colonos se tratara. La privacidad en Internet es un derecho a conquistar (no algo reconocido por los operadores) que gana terreno tímidamente gracias a que los poderes públicos intentan limitar el poder de los actores privados de las redes y a la propia conciencia de los usuarios. De ahí las campañas de imagen. Se trata, en fin, de que la privacidad en Internet no sea la excepción, sino la norma.


Hay vida más allá de Facebook. El Periódico de Catalunya. 19.3.2018

El mayor diario impreso de Brasil (Folha de Sao Paulo), que es además el más popular en Facebook con 6 millones de seguidores, anuncia que deja de publicar en Facebook. Parece que esta decisión tiene que ver con la nueva estrategia de los gestores de esta Red: dar más visibilidad a publicaciones de “amigos” y “conocidos” de los usuarios que a las provenientes de la prensa, lo que  reduce el impacto de las publicaciones digitales y su capacidad para captar lectores en Internet. A pesar de que los “profetas digitales” se han apresurado a pronosticar la hecatombe del diario brasileño por su “temeridad”, no parece que esto vaya a suponer un gran problema para el mismo, y ello por dos razones básicas: la primera porque la prensa escrita no vive únicamente del monocultivo de lectores (en este caso los de la Red), la segunda estriba en que Facebook está perdiendo seguidores de manera acelerada, cuestión admitida incluso por su fundador Mark Zuckerberg.

La pregunta es: ¿por qué Facebook prioriza las publicaciones de particulares frente a las de los medios escritos?. Fundamentalmente porque está disminuyendo de modo alarmante el número de interacciones entre sus usuarios y precisa urgentemente reanimar el “tráfico” en su plataforma para mantener el negocio. Esto es, si disminuyen los usuarios, disminuyen las interacciones de contenidos, si disminuyen éstas también disminuyen aquellos. Es como ir en bicicleta: si dejas de pedalear (de incitar a la interacción entre contenidos, entre «objetos») te caes (baja tu cifra de interacciones y por tanto tu capacidad de incidencia publicitaria y, al fin, tus ingresos). Ello evidencia que el negocio se basa en explotar la actividad de los usuarios. Zuckerberg y sus gestores piensan, lógicamente, que para recuperar actividad hay que modificar el algoritmo que gobierna Facebook para privilegiar las interacciones de sus usuarios frente a la de quienes son meros “mensajeros sin interacciones” (los periódicos, por ejemplo). Su problema es que, poco a poco, van quedando al descubierto las tripas de su “montaje”.

El caso brasileño muestra que lo que hasta hoy se denomina «Redes» (Facebook, Linkedin, Pinterest, Twiter…) en realidad tiene poco de Red y mucho de escaparate, por cuanto no sólo no son descentralizadas, sino que alguien decide qué, cómo, cuándo y dónde se puede interactuar: sus dueños, los que manejan el algoritmo, la ley que rige el funcionamiento de la Red, al que los usuarios no tiene acceso ni pueden oponerse (caso del diario brasileño). Y es que en realidad los usuarios no son “sujetos” en la Red, sino “objetos” de la misma, puesto que es de hecho de sus contenidos, sin capacidad de decisión, de los que se alimenta la Red. O sea, en palabras de un alto directivo alemán de las telecomunicaciones: “cuando el producto es gratis, el producto eres tú”.

 

La proliferación de noticias falsas en Facebook evidencia lo anterior: las “fake news” precisan de un alto grado de confianza entre usuarios para propagarse (siempre es más creíble una falsedad que nos remite alguien de confianza que si proviene  de un remitente que no lo es). Al generar tráfico compartido estas falsedades contribuyen a reanimar el negocio, pero para ello es preciso dar prioridad al tráfico de contenidos personales sobre el institucional, justo lo que el cambio de algoritmo persigue. Además, al carecer de una orientación a «sujetos» el algoritmo sólo trabaja con “objetos” (contenidos desvinculados de sujetos), con lo que no puede discernir lo verdadero de lo falso y en la práctica impide que Facebook pueda hacerlo. Es por esta razón -y no por “respeto al usuario”- por la que la Red, en la práctica, traslada la responsabilidad de verificar las “fake news” al usuario.

 

El modelo de gestión de contenidos de Facebook también ratifica lo anterior. Para “reactivar” la actividad de la Red debe disponer también de contenidos adicionales a los generados por los usuarios que -para ser rentables- deben ser tan gratuitos como lo que generan éstos. El problema es que los contenidos adicionales son generados  por medios de comunicación que soportan los costes de producción sin que Facebook les compense a cambio por el tráfico generado, lo que obviamente desequilibra el modelo de negocio a favor de la Red.

En fin, Facebook no es una Red, es un enorme escaparate que contiene millones de usuarios-objeto y del que sólo sus dueños tienen la llave, frente al cual, como si no hubiera vida más allá, se hallan embobados miles de millones de ingenuos.